La muerte muerde el silencio


Imagina un nuevo día. Abres los ojos, despiertas desperezándote; quizás con el tiempo justo para salir pitando, tal vez con el suficiente para dedicarlo a las tareas cotidianas, la familia, los compañeros. Desayunar, hojear el periódico, un poco de conversación o puede que escuchar en silencio las noticias. ¿Qué ha ocurrido en el mundo mientras dormías? ¿Qué pasará mientras estés despierto? Los planes para la jornada se arremolinan en tu cabeza mientras sales de casa y comienzas a caminar hacia tu destino: hacer esto, recoger aquello, no olvides acudir a tal cita, recuerda ese pequeño detalle... Todo responde al esquema de lo habitual hasta que tu cuerpo parece volverse sordo, incapaz de comprender el lenguaje en el que os habéis comunicado de forma inconsciente durante años. Tan sordo como el impacto que te alcanza en el pecho devorando tu aliento, amortiguando el sonido, ralentizando el transcurso del tiempo. Y tus miembros, tan pesados, ceden mientras caes hacia un suelo extrañamente lejano en el que se dibujan formas oscuras, líquidas. Y el aire se vuelve denso como la tierra, y la luz adopta un mortecino tinte grisáceo, y un profundo terror te desborda mientras una mano neutra recoge tu cuerpo del suelo con movimiento mecánico, atravesando tus ojos con un alambre, engarzándote como a una perla trágica en un cinturón dentado donde cuelgas, moribundo, mientras formulas una pregunta como último pensamiento: ¿por qué?

Porque la muerte muerde el silencio con dientes de trueno
en un cielo sin nubes
de madrugada